El pasado viernes atendí a una mujer de 32 años con un embarazo de nueve semanas. Ante la ausencia de un padre y de una situación económica suficiente para mantenerse, se había visto obligada a emigrar a Estados Unidos doce años atrás para conseguir allí un trabajo y así poder enviar dinero a sus dos hijos, que se quedaron al cargo de sus abuela. De esta manera, se vio sola en un nuevo y extraño país con una familia que no podía ver, pero que debía alimentar.
A medida que el tiempo pasó, y sobretodo con la llegada de la adolescencia, su ausencia hizo que sus dos hijos empezaran a rechazarle. El hecho de que su madre se quedara embarazada y formara una nueva familia en Estados Unidos acentuó todavía más ese odio. Por ello, cuando esta mujer vino a nuestra oficina, solo un pensamiento ocupaba su cabeza: un nuevo hijo haría que sus hijos le repudiaran definitivamente.
Esta historia me ha hecho reflexionar a lo largo de este fin de semana. Solemos ver todo tipo de testimonios difíciles encarnados en estas valientes mujeres. Un punto en común en algunos de ellos es la inmigración. Si un aborto siempre es complicadísimo, en ocasiones, el horror de la inmigración no hace sino añadirle más drama.
A medida que el tiempo pasó, y sobretodo con la llegada de la adolescencia, su ausencia hizo que sus dos hijos empezaran a rechazarle. El hecho de que su madre se quedara embarazada y formara una nueva familia en Estados Unidos acentuó todavía más ese odio. Por ello, cuando esta mujer vino a nuestra oficina, solo un pensamiento ocupaba su cabeza: un nuevo hijo haría que sus hijos le repudiaran definitivamente.
Esta historia me ha hecho reflexionar a lo largo de este fin de semana. Solemos ver todo tipo de testimonios difíciles encarnados en estas valientes mujeres. Un punto en común en algunos de ellos es la inmigración. Si un aborto siempre es complicadísimo, en ocasiones, el horror de la inmigración no hace sino añadirle más drama.
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