El otro día llegó una chica a uno de los centros en los que trabajamos. Ella, como mucha de las chicas que llegan a los centros, no sabía si estaba embarazada o no, pero lo que si sabía era que si estaba embarazada iba a abortar. Hable con ella durante horas. Yo le conté de los riesgos que entraña un aborto y ella me contó las difíciles circunstancias que le rodean; tiene 19 años, el próximo 11 de octubre va a empezar a estudiar después de haber hecho muchísimos esfuerzos para poder llegar a ello, no tiene a nadie de su familia aquí, no tiene medios económicos, siente que su embarazo es una gran decepción para su madre, etc.
Después de una larga conversación le hice la prueba de embarazo. La prueba dio positiva. Tiene a su primer hijo en su vientre. Ella no podía parar de ver el test de embarazo y una sonrisa se le esbozó en la cara. Parece que los problemas ya no existen, está llena de gozo. Volvemos al sitio donde estábamos hablando antes. Al volver vuelven también a su cabeza todos los problemas y rompe a llorar. Las circunstancias le superan. Pero me acerco a ella y ella respira profundo, acaricia su vientre, sonríe y me dice: “¡qué bendición!, ¡qué gozo tan grande!”. Le doy una cita para dentro de un par de semanas, para hacerle un sonograma y nos despedimos con un fuerte abrazo y ella me da las gracias por la consulta y yo le doy las gracias en nombre de su hijo.
Pasa una hora. Suena el teléfono del centro. Era ella. Necesitaba hablar conmigo. Cuando me pongo al teléfono me dice que ha hablado con su compañera de trabajo y con su mejor amiga y que lo ha pensado y que no puede tenerlo, no en sus circunstancias. Me dice que el niño no va a tener el cariño que necesita. Le pido que mañana vuelva al centro para que hablemos cara a cara. Cuelgo el teléfono y rezo un rosario por ella y por su hijo. Me culpo de su cambio de opinión, ¿qué no le he dicho?, ¿en qué he fallado?, ¿cómo voy a hacer que mire por encima de todos sus problemas?
Pido consejo. Las primeras palabras que escucho me dicen que rece y me ofrecen acompañarme en mi oración. Pero yo sigo insistiendo ¿y si no funciona? Confía y “si no funciona” es porque Dios nos ha hecho libres, y ten la seguridad de que todo El puede sacar algo bueno.
Llega el día siguiente. Gracias a Dios la chica llega al centro de nuevo. Comienzo a hablar con ella y, por más que le duele, esta firme en su decisión. Le digo a mi ángel de la guarda que le hable al suyo. Y a ella le pido que me acompañe a la capillita que hay en el centro. Allí rezo con ella. Ella llora. Sabe que tiene que ser valiente. Le hablo de la fortaleza que le va a dar Dios, de que tiene que fiarse de Él, de que tiene que abandonarse en sus manos. Delante de la imagen de Cristo y de la Virgen de Guadalupe. Ella me habla de que se siente como el César en época de los romanos con el brazo extendido y sin saber si inclinar su pulgar hacia arriba o hacia abajo y que no va a tener paz hasta que no se decida. Le extiendo mi mano con el puño cerrado y le pido que tome la decisión mientras le pido a Dios que elija la correcta. Ella agarra mi puño y sube mi pulgar para arriba entre lagrimas y me dice: “Amo a mi hijo y no le puedo abandonar”.
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